por Alejandro Torres
Si lo piensa bien, cerrar una puerta es abrir otra a un mundo de posibilidades y voluntades, tanto propias como ajenas. Pero entienda, si no oye cantar a los pájaros cuando termine estas instrucciones probablemente no lo haya hecho bien. Se deben oír como el susurro del viento rompe cadenas; como las hojas crujen en el piso; como el ruido de un motor y la risa de un niño hacen eco en el aire mientras otras puertas se manifiestan en ciernes de ser cerradas. En el fondo está la incertidumbre, pero no se asuste. Es un acto noble y de mucha valentía cerrar una puerta, de igual manera que lo es abrirla.
Tome con -preferentemente- su mano más hábil aquel objeto de forma pequeña, y probablemente metálico, que la decora sobresaliente. Inquietan las distintas maneras convenvionales de hacerlo funcionar: girarlo, bajarlo y hasta deslizarlo. Una vez el objeto en la mano, aquí viene la parte más difícil, ejerza la fuerza necesaria para que aquello que posee al objeto ensamble su forma a otra de igual apariencia, pero de un tamaño mayor y hueco. Si oye un ¡click! en su cabeza quiere decir que ya está cerrada, pero no olvide a los pájaros.
Algunas todavía no lo saben, y va a preferir hacerlo rápido. De ahora en más, toda puerta temblará con tan solo una mirada amenazante. Sabe que al abrirse, tendrá que cerrarse. Si esto no funciona solo basta con empujarla lejos de su cuerpo, realizando los pasos previos para una correcta funcionalidad. Ahora disfrute; corra en contra de la corriente; cante junto a los pájaros; ayude al viento a romper las cadenas y grite junto al niño, con total inocencia y anhelo; y empuje esas puertas que aún siguen abiertas, con tal solo una mirada.
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